domingo, 23 de agosto de 2009

Trieste

Trieste es una de esas ciudades europeas que tiene uno pero muchos dueños. Encierra a Italia, Austria, Eslovenia y a todo lo que fue pasando por el camino.
A juzgar por su turquesa costa que a diario da la bienvenida a barcos de alto rango, es un lugar acogedor, simple, sofisticado y elegante.
Dueña de uno de los rincones más preciosos del mundo, Trieste puede ser casa de tesoros romanos, heridas fascistas, secretos austro-húngaros y retazos de cortina de hierro.
Trieste es mar, es montaña, es vieja, amarga, húmeda, nueva y obsoleta. Genera pasiones extremas. Será porque soy porteña que no pude dejar de sentirme identificada con eso.

Te deja presenciar acalorados debates acerca de la teoría de la adueñación de los asientos de los bondis o de las posibilidades de transportarla a Venus. ¡Bailá! ¡Vení! ¡Volá! Es que Trieste liberó a su manicomio años atrás, para hacer a sus integrantes formar parte de su magia.

Desde el colectivo me ofrecía un golfo montañoso lleno de casas, subiendo sus colinas mientras se me tapaban los oídos en mi camino a la facultad. También me ofrecía spritz, medusas y cuevas de diásporas interdependientes. Entre sus largas calles monótonas y sus escondidos pedazos de parques trepados en las colinas, escondía un rincón argento, al que fui a saciar mi sed de empanadas alguna vez.

La vi amanecer y anochecer, la vi vacía e invadida de gringos, la vi festejar llegadas y suspirar despedidas, la vi albergar criaturas nocturnas, castillos medievales y cuentos de princesas. Vi a su sol dar vida a su mar, y a su invierno ocultarlo todo.
La sentí emocionarme hasta las lágrimas y echarme con su crudo clima.
Trieste me dio alegrías, me dio frío, insomnio y me regaló gente mágica.

Setenta años atrás, fue la casa de mi familia. La Gran Guerra los hizo partícipes y protagonistas de la destrucción de sus esfuerzos, de sus sueños y sus vidas.
Ahora me tocaba a mí. Ahora Trieste era mi casa que, renacida, me ofrecía otra oportunidad.

sábado, 22 de agosto de 2009

Berlin 4 am


Las jam sessions habian muerto, al menos para nosotras, pero aún quedaba un largo camino por recorrer y un chancho del cual escapar.


Éramos las dueñas momentáneas del túnel del subte. Había que disfrutarlo, o sobrevivirlo.

En eso primero sonó una armónica. Recuerdo que cruzamos nuestras ausentes pero presentes miradas entendiendo que en ese momento tan sólo existía ese sonido entre todos.


Creo que lo que presenciamos fue uno de los mejores recitales de nuestras vidas. No sólo se sumaron instrumentos improvisados, sino también voces, aplausos, miradas y declaraciones dando color y vida a Babel.


Sumida en esa vorágine de éxtasis compartido, entre las vibras del tren, del sonido, del calor de Berlín hibernal sonaron las palabras en mis oídos… “ a veces uno puede odiar tanto a la humanidad… pero puede llegar a ser tan hermosa…”

lunes, 17 de agosto de 2009

El joven manos de tijera

Palermo, 11 am. Mi peluquero no estaba.

“Podés sacarte otro turno… O te puedo cortar el pelo yo”, me dijo. Dudé. La cabeza no se le entrega a cualquiera, decía María Antonieta.

Dudé más (soy mujer). Dí vueltas, me tomé un café. Sus tatuajes me convencieron. Bueno, y todo lo demás también.

Era Liam Gallagher versión peluquero. Casi un mono con navaja con un charm indescriptible.

“Bueno, pasá por acá, sentate…” me moví como quien camina por la milla verde. En todos los sentidos. “¿Qué vamos a hacer?” preguntó. La pregunta más fácil del mundo con tantas respuestas… pensé.

Movía sus manos alrededor mío como si cuidase de una reliquia de vidrio. Sentía la sutileza del roce de sus dedos acariciar mi pelo con una suavidad muy poco usual para ser hombre. Su cercanía me permitía percibir su absolutamente seductor perfume… comentario que no me reservé, dada mi naturaleza desfiltrada.

No ahorró elogios a mi ojerosa cara de laburante. Para él, merecía ser mostrada, lo que se convirtió en su objetivo del día. El resto de los peluquería-asistentes observaba con sorpresa como la piba no se inmutaba al ver su lacia cabellera desaparecer entre las tijeras del Gallagher argento.

Y nos dieron las 10 y las 11, las 12 la 1 y las 2 y las 3. La sesión duró bastante más de lo que dura un corte usual. Será por su obsesión de perfección o la mía. Así fue que me retiré del local, con mi macho-look, con 40 pesos menos en el bolsillo y un “hasta pronto hermosa” resonando en mis oídos.


Moraleja: Qué barato nos hacen felices. Nunca aprenderé.

domingo, 2 de agosto de 2009

El flaco

Al flaco le encantaba rescatar los tesoros desperdiciados por la burguesía en las pilas de basura. Soñaba con que esos superficiales, ignorantes, cochinos, maleducados burgueses sumidos en Babylon abrieran la cabeza y dejaran de hacer oler a mierda a Buenos Aires.

Creo que primero me enamoré de su ácido, inocente, oscuro, irónico, genial sentido del humor.
El flaco se conmovía
hasta el fondo de su alma con una mirada. Y podía permanecer inmutable ante la confesión más dolorosa. Perdía la razón cuando sonaba Bob Marley o Morrison.
Vivía en otra dimensión, universo, tiempo y hasta casi espacio. Veía, sentía, olía, interpretaba y hacía diferente al resto. Me costó años descifrar una mínima parte de ese universo.
Era un desinteresado de su propio beneficio. Era casi un alien.
El flaco era un artista, hasta en su forma de amar. Llevaba una enciclopedia adentro con respuestas a todo.
Tenía una enorme vocación de acompañamiento al desposeído- por opción o por naturaleza. Tenía tambiénun orgullo relativo, un corazón enorme, un talento admirable y un carácter que le daba miedo hasta a él.
Cocinaba como los dioses. Irradiaba pasión en cada una de sus acciones. Desplegaba todos sus no confesados sentimientos y frustraciones en sus creaciones manuales o imaginarias.
No tenía una vida fácil, pero nunca lo iba a admitir. Prefería disfrutar de todas esas pequeñas cosas que el resto no veía, y así ser feliz.
Me enseñó a disfrutar, a vivir, a sentir. A caerme por un precipicio y despertarme con su mirada clavada. Porque el flaco no dormía, observaba.
Crecimos, nos amamos y nos lastimamos. Nos vimos desvanecer, hasta desaparecer.

No sé porqué, pero jamás lo volví a ver. Sin embargo, aún lo imagino, con sus alpargatas y su bicicleta, con sus rulos y su voz de locutor, con su sonrisa linda infinita, andando las rutas argentinas, sirviendo un café, dibujando un sol en un día nublado, patinando y tocando la botellita de fanta con el hippie del subte. Porque el flaco era así, un pasajero en trance.