lunes, 9 de noviembre de 2009

Dichosa línea D

Salí de la universidad, en mi cotidiana vorágine intentando escapar musicalmente de las heridas de la ciudad. Mi burbuja y lo que quedaba de mí nos sentamos en el breve trayecto de la combinación de subte, procurando llegar al final sin dormirme en el camino. Próxima estación: Moreno. Se abren las puertas.
1,90m, rulos, ipod, pantalón a rayas, campera marrón y mochila. No pude dejar de mirarlo. Se ubicó al lado mío. No podía mirarlo.
El efímero recorrido que quedaba hasta la estación final y combinación con línea D estuvo lleno de fantasías, luego dudas, luego frágil desesperación y finalmente un impulso. Se abrieron las puertas nuevamente. Salió corriendo hacia la combinación con línea D, la que tantas veces me llevó a Plaza Italia.
Tanto corrió que tropezó en la escalera mecánica, lo que no le impidió alejarse a toda velocidad de lo que fuese que dejaba detrás. Tampoco impidió que yo siguiera cada uno de sus pasos, con la imbécil esperanza de visualizar su cara entre la muchedumbre porteña y poder saciar mi sed de resolución de dudas- o de masoquismo esporádico.
La maratón subterránea por la combinación de la línea D duró lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks. Estuvo llena de taquicardia, recuerdos, ansia, adrenalina y enigmáticos ecos. Sentí un abrazo apretado durante la hora pico, un susurro al oído, una mirada llena de esperanza, una caricia contenedora y una lágrima de despedida.
Se escabullió estratégicamente entre la multitud en constante pelea por un espacio en el transporte. Lo encontré. Me ubiqué en la aglomeración de la puerta de al lado, en mi persistente intento por descifrar su cara. El subte llegó, se abrió la puerta, entramos. Lo volví a perder para siempre.