domingo, 20 de septiembre de 2009

Deux jours dans la vie

Medianoche en Montmartre. El brillo propio de la capital francesa nos daba una mano para olvidar el dolor de nuestros dedos congelados.
Algún Abdul improvisaba letras nostálgicas con una increíble voz de soportador de largas vidas, al son de la percusión africana frente a la visión nocturna de las luces parisinas.
Túnez era uno de esos personajes de la guerra, encontrables en cuevas subterráneas llenas de humo. Ni él sabía explicar bien a qué se dedicaba ni cómo había llegado ahí, ni cómo entendía y casi chamuyaba cualquier idioma ni mucho menos cómo le salía hacer el moonwalk a la perfección, y en bajada.
Me llevó a inspeccionar los rincones del barrio de los artistas mientras intentaba deducir mis debilidades y fortalezas.
Escuché un acento familiar. “Esos son argentinos” le dije. “¡Argentina!” gritó. Se dieron vuelta y se sumaron a nuestra filosofía barata nocturna. Estaban tan perdidos como nosotros.
Bajamos escaleras, encontramos algún rumbo y algún whisky y salimos a inspeccionar los inaccesibles ghettos de la noche de París. Nos reímos de su pornografía y actuamos Marilyn sobre una rejilla frente al Moulin Rouge.
Recorrimos sus calles en algún bondi-albergue de homeless people, admiramos sus puentes y su elegancia, nos saludamos y arreglamos volver a vernos.

La historia continuó. Compartimos almuerzos, admiración, complicidad, compañía y observamos la luna llena sobre París desde su más alta cumbre. Sentimos al viento congelarnos las mejillas y la posibilidad de entendimiento simultáneo de la belleza.
Esperamos a Sandra, nos refugiamos en un tributo a Luther King y disfrutamos de sus estufas. Intercambiamos experiencias de bares, de hijos, de lugares, de vida y de muerte. Intentamos explicar inentendibles diferencias culturales.

Túnez y yo nos escapamos a alguna cueva subterránea, a sentir las vibraciones de las trompetas y saxos de franceses que, casi disfrazados de the village people, compartían su música y su euforia con todo aquel que estuviese dispuesto a sonreírles.
Pero Túnez no tenía reglas sociales internalizadas. Me cansé y volví a buscar a los argentos.

Nos perdimos. Pero había encontrado mucho más de lo que yo misma podía entender en ese momento.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Doble v.

Pero a los ciegos no le gustan los sordos,

Y un corazón no se endurece porque sí

Ese día me vio laburando, como siempre, y no me volvió a sacar los ojos de encima.

Me leyó. Se dio cuenta de que mi vida en ese momento era un kamikaze, al que no convenía subirse ni por diversión.

Mantuvo su constante e inconstante presencia en la mínima, justa y necesaria medida.

Fue y vino, estratégicamente. Nunca habló más de lo debido. Conservó su línea oscura a rajatabla, dejando entrar algo de luz por alguna escondida grieta.

Me observó, me midió, me dio, me sacó, me hirió el orgullo.

Siempre llegaba al fondo de todos los asuntos. Todos. Casi no me deja margen de chamuyo. No pude utilizar mis usuales recursos de escondite frente a él. Tenía una inmensa facilidad para desnudar mi psiquis. Y todo lo demás también.

No se podía sacar de encima la sensación de que cada día podía ser el último, y así vivía.

La verdad es que nunca entendí qué era exactamente lo que hacía. Sé que soñaba con trabajar desde una playa tocando sólo un botón, que quería pasar sus quince días de vacaciones sin hablar y se autodefinía materialista dialéctico.

Tampoco llegué a saber demasiado de su vida. Le encantaba vivir como un pasajero, y demostrarlo.

Tenía una espectacular visión macro de todo, como un tipo con aspiraciones presidenciales. Pensaba en el todo, pero al fin y al cabo sólo en él.

Me dejó invadir temporalmente su solterón espacio vital. Lo divertía, y al mismo tiempo le daba algo de vértigo. Es que no podía perder ese control autocreado que invadía cada una de las esferas de su vida.


Nos debimos un café, un vino, una tarde haciendo nada y algunas confesiones.


Se despidió de mí en lentas cuotas meses antes de desaparecer definitivamente. Quiso ahorrarme el bizarro gusto amargo posterior a su partida, pero sólo logró prolongarlo.


“Tengo fecha de vencimiento” me advirtió. No lo quise escuchar. Era demasiado yin y yang como para hacerle caso.