domingo, 4 de octubre de 2009

Del Polo Norte al Polo Sur, y viceversa (¿o viceversa?)

Me levanto a la mañana, como siempre, llego al trabajo corriendo, como siempre. Miro por la ventana. Del otro lado de esas colinas estaba Eslovenia. En unas horas tenía que ver un paisaje absolutamente distinto.

Tenía un bolsito conmigo “e tu ragazza… ¿non avevi un aereo da prendere oggi?” sí, me lo tengo que tomar en Treviso. “Ma oggi c’è sciopero generale di trasporto in tutta l’Italia!” ¡¡¡Qué bella Italia!!! Pensé. El día que me gasté mis escasos ahorros en un pasaje low-cost de fin de semana, una huelga general de transporte no me deja llegar al aeropuerto a 100 km de mi ciudad.

Las relaciones públicas y la verborragia de Giuliana esparcidas por toda la empresa me encontraron una camioneta que iba exactamente ahí. O casi. Pasado el mediodía empezó mi travesía.

Recorrí las rutas italianas, conocí ciudades, tomé café, me hice una amiga, me ofrecieron trabajo.

Y llegué al aeropuerto. Yo, mi mochilita, mi muy evidente sonrisa y una ansiedad que me hacía latir el corazón a un ritmo casi musical.

Ví las luces, el archipiélago y me ví llegar. “Welcome to the capital of Scandinavia… welcome to Stockholm” me dijo la transparente azafata.

Medianoche. Cuando me bajé del micro lo ví. Cagado de frío y con una mochila más grande que él. Había esperado muchas horas.

“Hey”. Sonrisa. Estaba igual, parecía más cansado. Con más historia encima. Podía recordar su pacífica mirada azul invadirme. “Let’s go”.

No hacían falta más palabras. Nos sonreímos en el subte mientras nos dirigíamos a algún refugio.

Y ahí fue que recordé aquella mañana húmeda porteña cuando se me pegó en la universidad. Recordé la sonrisa, los comentarios, su timidez y el beso en el taxi. Los mails a la mañana, su inocultable sinceridad y su inocente alegría. Nos recordé de la mano por Buenos Aires, bailando en algún departamento, escapándonos y abrazándonos hasta perder el aliento.


Recordé las diferencias culturales, el vino, el hotel y la despedida.


Era él. Había venido. Yo había ido. O ambas. Ahora él era el local, o casi.


Me llenó de regalos. Sería la culpa. Me guió, me explicó, escuché sus historias, de Finlandia, de Suecia, de lo que lo confunde la vida planificada. Que él quiere una casa, un perro y un jardín. Pero hay algo más que no lo deja dormir. Caminamos hasta el cansancio. Nos acurrucamos en un café. Compartimos pizza y un Luigi Bosca. Me dijo que viviría en esa ciudad. Me preguntó si yo también. No sé. Debería probar, le dije.


Nos contemplamos, sonreímos y lo charlamos. Existe un sentido de pertenencia. Es hermoso conocerte.


A la mañana siguiente me dijo que el clima había vuelto a la normalidad. Corrimos bajo la lluvia hasta el puerto. Sonrisas nerviosas y abrazo. Fue la última vez que lo ví.


Me dijo que me vio alejarme cabizbaja desde la ventana del puerto. Que quería gritar. It’s ok, Philip, u know- simple life is an oxymoron.


Thank you for one of the best times in my life.